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EL VERDADERO PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA

No tengo problemas con la divulgación e interpretación de la filosofía. Con lo que no estoy de acuerdo es con que se forme a los filósofos exclusivamente para que sean profesores y/o intérpretes. Hay más oferta que demanda de filósofos profesionales por parte de los colegios y las universidades. Por esta razón, constituye una irresponsabilidad el que en la academia solo se prepare a los estudiantes de filosofía para que en el futuro puedan trabajar en estos espacios.

Fuente: www.taringa.net


El sábado pasado DEMIAN DIGITAL publicó un artículo donde se les recomienda 10 libros a los que desprecian la filosofía. Ese artículo, impregnado de ironía e ira (sí, de la ira que nos produce a muchos filósofos el que ignorantes filisteos devalúen con estrategias sofísticas nuestra profesión), buscaba hacer respetar la filosofía. Sin embargo, me temo que esta defensa pueda ser malinterpretada. Quería defender la filosofía, no filósofos profesionales particulares, ni facultades y departamentos específicos de filosofía. Tampoco pretendía negar las reales dificultades que hoy en día enfrenta la disciplina de la verdad. Por el contrario, creo que deben ser analizadas. A mi juicio, no es válido despreciar la filosofía por su inutilidad, pero eso no quiere decir que no haya razones válidas para criticarla. Algunos de los que participaron en la polémica de la filosofía que se originó en El País de España han mencionado tales razones (véanse, por ejemplo, los artículos publicados por Jordi Llovet o Eduardo Behrentz). Aquí quisiera ofrecer mi punto de vista sobre el que, a mi juicio, constituye el verdadero problema que enfrenta la filosofía, a saber: el que el mercado la esté desaprovechando.


Hoy en día, el ejercicio profesional de la filosofía no es viable ni sostenible en lo económico tal como generalmente se lo realiza: a partir de determinadas prácticas de docencia e investigación realizadas principalmente en las universidades, las que buscan divulgar, discutir e interpretar los aportes a la filosofía que se han realizado en la historia.


Ahora no dispongo de cifras exactas, pero me atrevería a asegurar que la mayoría de facultades y departamentos de filosofía forman a sus estudiantes para que, cuando finalicen sus estudios, enseñen en colegios o, si realizan estudios de posgrado, se vinculen a una universidad para traducir e interpretar allí textos filosóficos. No tengo nada en contra de la divulgación y la interpretación de la filosofía. Yo estudié filosofía porque necesitaba formación académica para aprender a comprender aceptablemente las obras filosóficas que me causan interés, e, igualmente, a discutir los problemas filosóficos que me apasionan. No me arrepiento. Gracias a la filosofía he cultivado mi yo individual y, asimismo, he podido desempeñar competentemente diferentes cargos en la academia, la empresa privada, los movimientos políticos y los medios de comunicación. Con lo que no estoy de acuerdo es con que se forme a los filósofos exclusivamente para que sean profesores y/o intérpretes. Hay más oferta que demanda de filósofos profesionales por parte de los colegios y las universidades. Por esta razón, constituye una irresponsabilidad el que en la academia solo se prepare a los estudiantes de filosofía para que en el futuro puedan trabajar en estos espacios. Los programas de estudio deben estar estructurados de tal manera que los filósofos puedan ejercer su profesión de muchas más formas.


Alguno podría objetarle varias cosas a este análisis:

  1. A diferencia de carreras como administración de empresas o economía, no se estudia filosofía para hacer dinero sino para alcanzar el conocimiento.

  2. Es a aquellos filósofos que no pueden trabajar en la academia a quienes les corresponde determinar de qué otra forma habrán de ganarse la vida, no a las facultades y departamentos de filosofía.

Frente a la objeción (1) yo respondería que la idea (permítaseme caricaturizarla) de que los estudiantes de filosofía buscan el conocimiento y los demás el dinero es un falso mito. Hace pocos años, hice una encuesta en la Universidad de los Andes a estudiantes de diversas carreras a los que les dicté el curso obligatorio de español que allí se enseña. Una de las preguntas formuladas era la siguiente: “¿considera usted que el éxito profesional se mide por la cantidad de dinero que se gane?”. Aproximadamente, el 97% de los 80 estudiantes que encuesté respondió “no”. No solo se estudia filosofía por amor al conocimiento: también administración, medicina o ingeniería. Muchos profesionales ganan bastante dinero precisamente por su capacidad para incrementar los conocimientos de que la sociedad dispone. No se puede oponer el amor por el conocimiento a la capacidad para obtener dinero. Por lo demás, si no se estudia filosofía para hacer dinero, entonces no se debería cobrar tampoco por enseñarla. Hay una cosa que los filósofos académicos del publish or perish saben hacer muy bien: ganar dinero con la filosofía.


Con relación a la objeción (2), yo reconocería, ante todo, que es cierto que finalmente cada cual ha de ver cómo se gana la vida. No obstante, hay que recordar que las universidades venden los estudios de filosofía como una profesión, que, según la RAE, es “un empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y por el que percibe una retribución”. Por esta razón, las facultades y departamentos de filosofía deben tener en cuenta si hay suficiente demanda para los servicios profesionales de todos los egresados de sus programas. En caso de que no la haya, deben revisar muy bien los perfiles profesionales que sus planes de estudios están contribuyendo a desarrollar.


Hay instituciones que están trabajando muy bien para que sus filósofos profesionales puedan satisfacer las necesidades del mercado. El Departamento de Filosofía, Lógica y Método Científico de la prestigiosa London School of Economics ofrece varios programas de pregrado y posgrado en los que no solo se les enseña a los estudiantes a leer, interpretar y discutir textos filosóficos, sino que también se los entrena en los métodos y discusiones de la economía. En consecuencia, los egresados de este departamento, los que presentan una tasa de empleabilidad bastante alta, aparte de que pueden conseguir buenos trabajos fuera de la academia, resultan sumamente competitivos en ellos, pues son competentes en múltiples habilidades (desde el pensamiento abstracto al análisis matemático) que solo ellos dominan simultáneamente. No veo como alguien, por sí mismo, pueda desarrollar sinérgicamente este tipo de habilidades.


Quisiera confesar que tampoco estoy de acuerdo con la forma como, a veces, se enseña la filosofía. Hay académicos que creen que el fin último de la educación filosófica es la interpretación de textos filosóficos. A esos expertos, quienes resultan tan filisteos como las personas que desprecian la filosofía, les importa más leer a Kant, a Hegel, a Nietzsche o a Heidegger para producir “interpretaciones originales” de sus obras (las comillas son irónicas. ¡Originales serán estos pensadores, no quienes los estudian!), que para hacerse una perspectiva propia acerca de los problemas filosóficos que suscitan la moral, la política, la realidad o el arte. Para ellos no existe el socrático “solo sé que nada sé”, sino el oportunista publish and perish que mencioné antes. Pero lo peor no consiste en que los académicos que proceden así utilicen la filosofía para ascender profesionalmente, ni en que inciten a sus estudiantes a hacer lo mismo, sino en que traten de pasar por verdadera la falsedad de que el valor de un profesional estriba en saber más que los demás de un determinado tema o autor.


¡No! El valor de un profesional, como explicó Platón (el que quiera corroborarlo que se lea el Lysis), depende de su capacidad para proporcionar valor a la sociedad. El filósofo profesional más admirable no es el que más sabe de Heráclito o de Marx, sino aquel que mejor usa sus conocimientos para beneficiar a otros seres humanos. Hay muchos filósofos profesionales que han salido de la academia y que, gracias a sus estudios, han alcanzado logros destacables realizando actividades que, sí, no son propiamente filosóficas, pero son muy importantes para la sociedad. Un notable ejemplo bien conocido en Colombia es el de Antanas Mockus. Soy un elector decepcionado de Mockus, pero debo reconocer que, gracias a sus estudios de filosofía, este pudo diseñar e implementar, cuando fue Alcalde de Bogotá, una serie de políticas públicas y programas estatales que contribuyeron notablemente al progreso de la ciudad. Necesitamos que los programas de filosofía produzcan más filósofos como Mockus y menos filisteos.

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